Mi primer safari de caza en Sudáfrica: lo que aprendí
Mi primer safari de caza en Sudáfrica: lo que aprendí

Cuando uno piensa en África, lo primero que suele venir a la mente son paisajes infinitos, atardeceres dorados y animales salvajes en su hábitat natural. Desde joven soñaba con ir de safari, pero mi experiencia fue mucho más allá de lo que había imaginado. No se trató solo de cazar, sino de aprender, cuestionar, escuchar y ver el mundo desde otra perspectiva.
Una decisión controvertida
Debo comenzar con una confesión: antes de embarcarme en este viaje, tenía muchas dudas. La caza deportiva no es un tema fácil. Es polémica, despierta pasiones y divide opiniones. Durante meses investigué, leí foros, vi documentales y hablé con personas que habían estado en Sudáfrica. Lo que descubrí me llevó a entender que no toda caza es igual, y que la realidad en el terreno es más matizada de lo que a menudo nos muestran desde lejos.
Llegada a Sudáfrica: un mundo distinto
Desde el momento en que aterrizas en Sudáfrica, te das cuenta de que estás en un lugar diferente. No solo por el paisaje, sino por la energía. La naturaleza aquí manda. Incluso en las ciudades, uno siente esa conexión viva con la tierra.
Mi safari fue organizado por una reserva privada en la región de Limpopo. Me sorprendió descubrir que muchas de estas reservas son gestionadas por familias que han estado allí por generaciones. Su sustento depende de la tierra y de la fauna que cuidan. En ese sentido, el turismo de caza —cuando es legal, bien regulado y ético— es una fuente de ingresos crucial.
Primer encuentro con el guía
Mi guía, Pieter, era un hombre alto, sereno, con ojos agudos como los de un halcón. Desde el primer momento dejó claro que no íbamos allí simplemente a “matar por matar”. Me habló del equilibrio ecológico, de las especies invasoras, de los animales viejos que ya no pueden reproducirse y que, al ser cazados, permiten el ingreso de sangre nueva. Fue una lección inesperada de biología y sostenibilidad.
También me enseñó algo fundamental: cada vez que apuntas con un rifle, debes hacerlo con respeto, precisión y propósito. “No dispares si no estás seguro”, me dijo. “Un mal disparo no solo es cruel, también puede alterar todo el ecosistema”.
La espera y el silencio
El primer día salimos antes del amanecer. Montados en un 4x4, recorrimos caminos de tierra roja, entre matorrales y acacias. Lo que más me sorprendió fue el silencio. No un silencio vacío, sino un silencio vivo, lleno de sonidos sutiles: el canto de los pájaros, el crujir de las ramas, el viento rozando las hojas.
Estuvimos horas sin ver ningún animal digno de caza. Pero en ese tiempo aprendí a observar. A diferenciar huellas. A leer el paisaje. A sentir, más que ver, la presencia de los animales. Ese ejercicio de paciencia me enseñó a estar presente, algo que pocas veces hacemos en nuestra vida diaria.
El primer avistamiento
Pasadas las tres de la tarde, avistamos un grupo de impalas. Themba señaló uno de los machos, viejo y solitario. Era un candidato ideal según los criterios de conservación. Me preparé, me arrodillé, respiré hondo… y no disparé. No lo sentí correcto. Themba me miró, asintió y dijo: “Bien hecho. Eso también es cazar”.
En ese momento entendí que la caza ética no siempre significa apretar el gatillo. A veces significa tomar la decisión de no hacerlo.
La caza en contexto: una perspectiva más amplia
Durante los días siguientes aprendí más sobre cómo funciona el sistema de conservación en Sudáfrica. Muchas reservas privadas mantienen un equilibrio entre la observación turística (safaris fotográficos) y la caza regulada. Los fondos generados por ambas actividades financian programas de protección, salarios para rangers, educación ambiental y lucha contra la caza furtiva.
La paradoja es evidente: una caza regulada puede salvar especies. Por supuesto, esto solo se logra cuando se sigue un modelo transparente, con licencias claras, cuotas limitadas y supervisión constante. Pero cuando se hace bien, los resultados son visibles. Vi rinocerontes protegidos por guardias armados, poblaciones de antílopes saludables y ecosistemas en equilibrio.
Conversaciones que cambiaron mi visión
Uno de los momentos más valiosos fue una charla alrededor del fuego con miembros de la comunidad local. Algunos trabajaban como rastreadores, otros como cocineros, y todos tenían historias que contar. Muchos de ellos ven la caza como parte de su cultura ancestral. No es solo una cuestión económica: es también identidad, tradición, supervivencia.
Escuchar esas voces me ayudó a salir de mi burbuja. Me di cuenta de que es muy fácil juzgar desde la distancia, pero que en terreno, la realidad tiene múltiples capas. La conservación no puede hacerse sin incluir a las comunidades que viven allí, y para ellas, el turismo cinegético puede ser una herramienta poderosa —siempre que se maneje con responsabilidad.
El disparo
Finalmente, al cuarto día, llegó el momento. Un kudu macho viejo, solitario, herido por una pelea reciente. Era claro que no viviría mucho más. Esta vez me sentí seguro. Disparé con precisión, y el animal cayó rápidamente, sin sufrimiento. Me acerqué con el corazón en la garganta. No sentí triunfo, ni gloria. Sentí gratitud. Y un profundo respeto.
Hicimos un ritual breve, en silencio. Pieter colocó unas ramas sobre el cuerpo del animal, un gesto de honor. Luego, se aprovechó toda la carne, que fue donada a una escuela local. Nada se desperdició. Cada parte del animal tuvo un propósito.
Reflexión final: ¿lo volvería a hacer?
La respuesta es complicada. No sé si volvería a cazar. Pero sí sé que volveré a África. Lo que viví en ese safari me transformó. Me enseñó a cuestionar mis ideas, a escuchar otras verdades y a entender que la conservación es un proceso complejo, que necesita tanto pasión como razón.
No quiero romantizar la caza. No siempre es ética, ni siempre está bien hecha. Pero cuando se practica con respeto, conocimiento y en un contexto adecuado, puede ser una herramienta para proteger lo que amamos.
Hoy, cuando alguien me pregunta por qué fui de caza a África, no tengo una respuesta corta. Pero tengo una historia que contar. Y, sobre todo, una conciencia más despierta.
¿Qué aprendí, en resumen?
- Que la caza, como muchas cosas, no es ni buena ni mala por sí sola: todo depende del cómo y el por qué.
- Que no todo lo que creemos desde fuera aplica en el terreno.
- Que la conservación necesita diálogo, inversión y realismo.
- Que la naturaleza nos enseña si aprendemos a escuchar.
- Y que cada decisión tiene un impacto —incluso la de no disparar.